[vuelta al ensayo sobre “Mi identidad como expatriado“, marzo 2021]
¿Quién soy? ¿En quién me he convertido? Después de siete años de vivir en el extranjero, uno se empieza a hacer preguntas; preguntas difíciles. Creo que es normal. Me imagino que es como verse desde el otro lado del espejo — o quizá verse a través de un segundo espejo. Y es que uno empieza a ver el mundo de manera distinta: estereotipos que se derrumban, falsas creencias, nuevos significados de lo que significan términos como “democracia”; fundamentalmente, mi propia cultura. ¿Qué tanto es debido a estar fuera del país y qué tanto es debido a simple crecimiento personal? La respuesta está en la fuente del conocimiento.
Hay cosas que no se pueden aprender leyéndolas o escuchándolas, sino viviéndolas y observándolas desde la primera persona. En México se admira a lo extranjero. Al europeo (si bien no a todos) se le ve como algo novedoso, fino, de quien aprender. Pero no porque represente otra cultura, sino simplemente por ser “europeo”. En cambio, cuando se sale de México, el mexicano habla maravillas de la tierra patria y defiende a morir nuestras tradiciones, costumbres e historia. ¿Alguien ve la hipocresía? Me pregunto si a esto es a lo que se refería Octavio Paz en su laberinto: malinchismo. Quizá no sea propio del mexicano, sino de cualquier persona que no ha vivido más allá de sus fronteras o que no ha reventado su burbuja. Pero uno habla de lo que conoce y de su historia. Y esto es sólo visible una vez que lo vives: una vez visto, no se puede no-ver.
Otro caso son los estereotipos. El mexicano es bromista por naturaleza, lo cual es una gran cualidad que apreciar, pues nos acerca a esa calidez que, cierto es, se extraña desde la periferia. Sin embargo, no debiera sorprender la existencia de bromas y comentarios que denotan cierta tendencia al malinchismo: qué bien que estés en Europa, así mejorará la sangre en la familia; uy, ya te crees mucho porque estudiaste en Europa; compórtate, ¡qué van a decir de nosotros en Alemania! Son bromas, sí, y bromas hechas en buena fe sin afán de menospreciar o lastimar a alguien. Pero su constante repetición en la sociedad afecta la manera como nos vemos a nosotros mismos y, por ende, a otros. Bien se dice que una mentira repetida miles de veces se vuelve verdad (y casos existen varios). ¿Por qué habría de ser distinto con una broma o chiste? Lo mismo ocurre con ciertos discursos políticos o “fake news”. Y el problema es que crecemos escuchando estas “verdades” que las terminamos por interiorizar. Lo mismo (y peor) pasa con chistes sobre nacionalidades o razas. ¿Qué pasa cuando te encuentras con alguien de cierto país o de cierta tez y se te sale dicho comentario? No, no se trata de ser “políticamente correctos”, se trata de reducir y evitar perpetuar prejuicios inconscientes que terminan dañando a la sociedad y que nos impiden crecer como humanos. Claro está, no es culpa de persona alguna el que se arraiguen dichos comentarios, pero sí responsabilidad de cada persona el identificar aquello que tiene que cambiar.
Vuelvo. ¿Quién soy? Vuelvo a mi país y me reencuentro con un “yo” latente, que reaparece en todo su esplendor creando un efecto catártico. Pero, después de siete años, hay otro “yo” que no existía antes. Éste es un nuevo “yo” que en algún momento se desvió de su camino original. ¿Quién es? Más que una escisión del Yo (como diría Freud), es un nuevo matiz del Yo original. Es como cuando, al mezclar dos acuarelas, se crea una tercera de mayor complejidad que, guardando los colores originales, crea un tercer color que es más que la suma de sus partes: 1 + 1 = 3. Este nuevo color no reside en ningún plano físico: no pertenece a ningún país. Existe más bien en un plano z ajeno a este mundo y sólo accesible en el imaginario. Es como ser el Atlántico sin realmente ser América o Europa o África. Los católicos lo llaman limbo. Este tercer “yo” es mi verdadera identidad, pero que yace más allá de lo visible. Sin existir ni en México, ni en Europa. Es ese “yo” quien regula una pluralidad de pseudo-personalidades con base en dónde me encuentre. Tengo una teoría de cómo encontrarlo en el plano de la realidad: música, literatura, pintura; arte. El tercer “yo” quiere expresarse y su escaparate son los canales creativos. Sólo así puede mostrar sus matices y complejidades. Sólo así se puede responder a la pregunta: ¿quién soy?
¿Dónde realmente existo, pues? Sólo existo realmente en el Tercer Espacio; en mi Tercer Espacio. Este espacio yace en la intersección de mis identidades como mexicano y cuasi-europeo, donde lo uno se mezcla con lo otro y donde solamente me puedo encontrar a mí mismo. Pero este lugar es inalcanzable, o más bien inobservable. No existe en el vivir diario, en el día común, o en las calles de las ciudades. No se encuentra en una charla con amigos de este lado o de aquel lado (habrá sus excepciones). Es un espacio al cual sólo yo tengo acceso. Un espacio al cual ni siquiera mis amigos, familia o las personas más cercanas a mí pueden acceder. Es un espacio que, en palabras de Rubén Darío, anda, nefelibata, por las nubes; destino anunciado del migrante que observa, escucha y reflexiona. Es inevitable, quizás.
Y es que funciona de manera sigilosa, pero siempre presente. De este lado, soy una persona. Lo más obvio: el idioma. Pienso, interactúo, siento y río en lenguas foráneas para mí en virtud de mexicano. He llegado al punto donde existen pensamientos que únicamente puedo expresar sea en inglés o en francés – pero nunca español. No hablo de lo banal, como un chiste o negociar con tu banco mejores condiciones. No, hablo de escribir poemas que sólo pueden materializarse en dichos idiomas, cuyo todo intento de traducción al español es un ejercicio inerte; ajeno al alma. Acá, los vasos “no se rompen”. Las personas rompen vasos, pero nunca un vaso “se rompió”. De este lado, no puedo manifestar esa sensación de intervención divina que destruye un vaso. No, tengo que decir algo distinto. El lenguaje define nuestra percepción de la realidad, al menos eso defienden los posmodernos. Si esto pasa con un vaso, ¿qué sucede, pues, con ideas más profundas?
De aquel lado, regreso a mi lengua materna cargada de todo su equipaje náhuatl y maya. Me cuesta tiempo adaptarme: tartamudeo, cometo errores gramaticales, meto palabras foráneas here and there; me desespero. Una vez superado, me vuelvo otra persona. Dicen que mi voz es más profunda en español, que hablo más lento, que emulo aún más mis palabras con movimientos de brazos, cadera y cabeza. También me contengo. Me contengo de ciertos comentarios, chistes inofensivos tan arraigados en la cultura mexicana pero que legitiman y perpetúan estereotipos, que incluso discriminan. El otro lado de la moneda: mis mejores amigos existen de aquel lado. Con ellos el tiempo no pasa, bebemos y hablamos, gritamos y nos abrazamos, recordamos y nos ponemos nostálgicos con Vicente. Esa complicidad, ese tacto, es algo que no tengo tan manifiesto de este lado. “Eres una persona nueva y distinta cuando estás con tus amigos (de aquel lado)”, me dice mi pareja de años. “Te descubro más cada vez que venimos a México”. Entonces, ¿seré más “yo” allá que acá? ¿Quién soy?
Y es que el problema está en el planteamiento de la pregunta. La identidad no es lineal ni binaria, ni existe en un espectro continuo donde uno se desplaza a gana. No existe un modelo utilitario donde se mida el desempeño de nuestra autenticidad. Pero nadie me advirtió de esto cuando decidí emigrar. Durante mucho tiempo, esta disyuntiva me causaba malestar. El no saberme ni como lo uno ni lo otro. El dudar si usar “ser” o “estar” para entender mi mexicanidad. El acariciar la posibilidad de haber perdido parte de mi identidad – sin V de vuelta, como diríamos. Si acaso como perder la virginidad sin realmente recordar cuándo, cómo o con quién exactamente. ¿Cómo recuperar algo tan íntimo que siempre habías dado por hecho? Las traiciones al corazón son un oasis en comparación.
En realidad, somos un caleidoscopio inundado de colores y relieves. Somos un cubo de rubik que vive en un plano metafísico de X dimensiones, con Y tonalidades y con Z combinaciones. Este cubo fantástico representa nuestra identidad. Y pasa que, entre más nos conocemos, más complejos nos volvemos. Emigrar, es decir, vivir fuera de tu país de manera prolongada, acelera esta complejidad. De pronto, descubrimos nuevos grises en un mundo blanquinegro que creíamos conocer. Nos sorprendemos estudiando los origines del Día de Muertos para explicárselos a tu amigo de Nigeria. Aprendemos a callar y escuchar activamente en vez de hablar y juzgar tempranamente. Nos damos cuenta que los mexicanos tenemos más en común con los indios que con nuestros vecinos norteamericanos. Entendemos que el mundo tiene en alta estima a la cultura mexicana, al mexicano y a sus tradiciones; todo mientras nosotros miramos más y más al exterior. Nos preguntamos el porqué. Investigamos, leemos, obtenemos nuevas herramientas para entender los eventos políticos del presente y pasado de México (del mundo). Así, pues, crecemos. Es un proceso lento y largo. Pero, poco a poco, empezamos a mudar de piel, nos convertimos en una nueva versión de nosotros mismos. Poco a poco, se esboza nuestro Tercer Espacio.
Entonces, el problema era el planteamiento de la pregunta. No se trataba de si soy más o menos genuino de este o aquel lado. Ésa es una falsa dicotomía. Se trata, más bien, de despertar a la realización de que este o aquel lado, esta o aquella cultura, este o aquel lenguaje, no definen mi identidad. Yo defino mi propia identidad valiéndome de mis experiencias e ideas – ante todo, al conocerme mejor a mí mismo. No es que haya perdido fragmentos de mi cultura o haya intercambiado costumbres. Es que, en realidad, me he vuelto el protagonista activo que escribe su propio guion de vida. Que, gracias a mi realidad como migrante, he dejado de estar anclado a una narrativa definida por paradigmas sociales y culturales, y he transcendido para existir en los términos que yo defino. Mas, ¿cómo incorporo esa realidad multicultural a la que he estado expuesto durante décadas? ¿Cómo creo mi Tercer Espacio? ¿Cómo, mi Tercer Espacio, me crea?
El primer paso es la observación e identificación. Rescato las virtudes de ambas culturas, las abrazo y las defiendo. Me enorgullezco de ellas sin ser pretencioso o arrogante al respecto. Trato de vivir y compartir la calidez mexicana de este lado, inyectar algo de humor, jovialidad y ritmo en una tarde grisácea con temperaturas cercanas al cero. Trato de ser buen anfitrión; emular la xenia de la mitología griega. Hasta cierto punto, no tomarme las cosas tan en serio. Como diríamos en la cuadra: valiéndome madres (un poco). Los defectos, los vicios, más que ignorarlos, los reconozco, los asimilo, trato de entenderlos a través del hilo de la historia o del ejercicio filosófico (es difícil). Trato de enfrentarlos y llegar a un acuerdo con ellos. No los permito definir mi identidad, sino los uso como herramienta para entenderme mejor a mí mismo. La acción reside en mí, en un tiempo futuro al de la comprensión.
Por eso es tan importante mi Tercer Espacio. Este espacio me permite emerger mi identidad de manera plena. Sin filtros, sin ataduras; sino materia bruta con sus purezas e imperfecciones lista para ser confeccionada. Es en este espacio donde vuelvo a ser niño, donde juego con las ideas, donde me planteo nuevas posibilidades y donde me transformo en artista. La tinta escribe una palabra, el acrílico muestra una verdad y el sonido esboza un sentimiento. Porque es justo aquí, en el Tercer Espacio, donde me doy cuenta que, más que renunciar involuntariamente a una identidad, mi vida como migrante me ha vuelto una persona más atenta. Más consciente, si acaso. Más cercana a mis raíces tanto como mexicano como alguien que ha vivido en Europa una quinta parte de su vida. Una persona en armonía con su pasado mítico y con su presente revolucionario. En breve, una persona feliz.
Pues en realidad, todos somos migrantes en busca de nuestro Tercer Espacio. Todos estamos en búsqueda de esa identidad compleja que hemos anhelado desde la infancia, a la cual acariciamos pero dejamos desvanecer con el vaivén del tiempo. Como diría Rubén Albarrán, que todas las luchas son la misma lucha. Mi andar como migrante me ha develado el camino hacia el descubrimiento de mi Tercer Espacio. Y este espacio, etéreo y personal, me ha enseñado que mi identidad es aquélla que yo mismo soy capaz de atribuirme. Pues en realidad, migrante o no, todos somos dueños de nuestra propia narrativa de vida.