Porque perdemos la inercia de jugar.
Esos pequeños juegos imaginarios al andar.
Un paso, dos pasos, brincas y entras al castillo.
Esquivas la lava, vences al dragón —
te vuelves tu propio vencedor.
Porque perdemos la inercia de jugar,
esos pequeños momentos de duda en el mar.
Sudas; empapado, vuelves a la regadera,
te pierdes en la cacofonía de tu sal,
bailas y cantas al vaivén de la marea.
Porque perdemos el sentir de la niñez.
Duendes exploradores de una fantasía infinita,
juegos de palabras, juegos de pelota,
donde todo momento es vida desconocida:
¿dónde queda el juego después de tus veintitrés?
Porque crecemos en nuestro sendero
despojados de nuestros escudos y lanzas,
despojados de toda ingenuidad pueril,
nos volvemos el castillo al pie de la montaña:
raíces creciendo y pudriéndose dentro de ti.
Porque perdemos la inercia de jugar,
pero nunca, digo yo, el potencial.
Que, sin saberlo, jugamos otro juego:
impuesto, lento, invisible, tenaz...
Ilusión, pues; que la vida, juego es,
Y el juego, lo que pocos ven.
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